Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
-El mundo es eso- reveló. Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”



El libro de los abrazos
Eduardo Galeano





Quiero retener las horas y guardarlas en urnas de cristal. Es imperativo. No acepto un “me gustaría” en mi pensamiento.
Las agujas del reloj aceleran el tiempo que huye de mis manos y se desvanece entre la lluvia pisoteada por las lágrimas.
Las horas se transforman en minutos. Los minutos en segundos.
Todos mis movimientos van acompañados de imágenes que desfilan por mi mente. Imágenes de un pasado reciente naufragando en el caos.
Y desearía tanto expresar mi pensamiento a través de las palabras que de mi boca salen entrecortadas por un perverso nudo que alguien me depositó en la garganta.
Me embriaga la necesidad de decir lo que quizá jamás dije ¿y por qué durante estas últimas horas?

Quiero secuestrar estas malditas horas y aferrarme a ellas sin apenas respirar. No quiero pensar en el mañana ni en el tiempo que vendrá.

Ya sé: guardaré en mis maletas esas horas intactas entre los recuerdos del ayer y cuando esté lejos, muy lejos, activaré la tecla “play”.